Por Miguel Ángel Ortega
Como suele ocurrir cada vez que la economía flojea, los gobiernos recurren al gasto público, especialmente al gasto en infraestructuras, para crear empleo y dar bríos a la máquina de la producción y el consumo. Es una de las fórmulas para combatir la crisis. En términos estrictos, la crisis sobreviene cuando lo viejo ya no sirve y lo nuevo pugna por abrirse paso. Pero lo viejo se resiste y, cuanto más éxito tenga su resistencia, más doloroso será el parto del que nacerá lo nuevo. A quienes hacemos El Correo del Medio Ambiente, y nos atreveríamos a incluir a la inmensa mayoría de quienes trabajamos por el desarrollo sostenible, nos da la impresión de que la receta de la inversión masiva en infraestructuras forma parte de aquello viejo que se resiste a morir.
Por desgracia, las Administraciones Públicas y, en particular, la Administración General del Estado, han decidido que acelerar la inversión en autovías, autopistas y trenes de alta velocidad es prioritario para salir de la crisis. Se trata de crear puestos de trabajo como sea, aunque ello signifique pan para hoy y hambre para mañana. España es uno de los países del mundo con mayor dotación de este tipo de infraestructuras, se mida en términos absolutos, de kilómetros de vía por kilómetro cuadrado de superficie o de kilómetros por habitante. Si países que tienen un bienestar social mayor que el nuestro no han recurrido a esta inversión masiva no parece que tenga mucho sentido que España sí lo haga. Y ello es así por varios motivos. Uno, estrictamente económico, es que dada la baja densidad de población de muchos de los territorios que quedarán unidos por estas infraestructuras y la accidentada orografía de nuestro territorio, el coste por kilómetro es muy superior en España. Para saber si compensa afrontar este gasto, hay que saber cuál es el retorno que se va a obtener y compararlo con otras opciones. Y sobre eso, a nuestro entender, hay más sombras que claros. Hay que tener en cuenta que, especialmente en días de diario, la mayoría de las autovías españolas están vacías. Mucha inversión para tan pocos usuarios. Los principales beneficiarios son las empresas de transporte de mercancías por carretera, que aprovechan una infraestructura pública para obtener un beneficio privado. Entretanto, el transporte de mercancías por ferrocarril, mucho menos gravoso para el medio ambiente, no hace más que perder cuota de mercado, y también se cierran líneas de tren de pasajeros, dado que el AVE, que consume enormes cantidades de energía, concentra el esfuerzo inversor en ferrocarril.
José Blanco, nuevo ministro de Fomento, ha declarado que hay que pasar de la España radial a la España en red. Eso significa trocear nuestro territorio, más aún de lo que ya está, con una malla de autopistas y autovías. Está claro que todas las regiones merecen buenas comunicaciones, pero no es tan claro que ésa sea la única opción. Una red de carreteras en buen estado, con doble carril en sentido ascendente en las zonas con más pendiente, y una adecuada oferta de transporte público por tren y carretera es suficiente, sobretodo si se acomete con decisión la necesidad de un cambio de modelo productivo. Un modelo productivo que no facilite la urbanización masiva del territorio, como ha ocurrido en muchas zonas gracias a las conexiones por autovía o tren de alta velocidad. Un modelo que disminuya las necesidades de movilidad de personas y mercancías, así como el consumo de recursos físicos y energéticos gracias al fomento de los mercados locales y de la economía no material, basada en el conocimiento. Para ello es imprescindible que la sociedad comience a dar valor a los productos y servicios compatibles con la preservación del medio ambiente, lo cual exige poner en marcha una fiscalidad ambiental que ayude a repercutir los costos ocultos, o externalidades negativas, de cada producto. También es necesario que las grandes cadenas de distribución comercial se abastezcan de productos locales, evitando traer de fuera lo que se encuentra en casa. Y si para ello hay que nivelar los precios, que se emplee la fiscalidad verde gravando el CO2 emitido en el transporte y defendiendo en los foros internacionales la necesidad de regular el comercio internacional de forma que no se arruinen las producciones locales. A su vez, este planteamiento conduciría a no hacer depender el desarrollo del Tercer Mundo de su capacidad de exportación de productos de bajo valor añadido, y a plantear una verdadera cooperación internacional para conseguir los Objetivos de Desarrollo del Milenio, cuyo logro queda aún muy lejos.