El 26 de enero se celebra el Día Mundial de la Educación Ambiental, que tiene su origen en el año 1975, fecha en la que se organizó el Seminario Internacional de Educación Ambiental.

Si tuviéramos que medir el éxito de la Educación Ambiental por su capacidad para cambiar la relación de los humanos con nuestro planeta, la única conclusión posible es que ha fracasado, ya que 48 años después la salud de la Tierra está significativamente peor.

Esto es así debido a dos contundentes hechos relacionados entre sí que han pasado por encima de los avances que la Educación Ambiental haya podido conseguir. Uno de ellos es el crecimiento incesante de la población mundial. El otro es la aceptación, consciente o no, del modelo depredador de los recursos humanos y naturales por una significativa parte de la de la población mundial. Tras ambos se esconde una intrigante realidad de tintes existenciales, que apunta directamente a la naturaleza de la psique humana.

El 15 de noviembre de 2022 la población mundial alcanzó los 8.000 millones de personas. 1.000 millones más que en 2010, 2.000 más que en 1998 y 5.500 más que en 1950. En 2050 seremos 9.700 millones. Las consecuencias de este crecimiento no serían tan graves si hubiera disminuido el consumo global de materiales y energía. Evidentemente, para disminuir este consumo al mismo tiempo que aumenta la población, una parte de la humanidad debería haber renunciado a un porcentaje de su capacidad adquisitiva. Lo lógico hubiera sido que esa renuncia hubiera correspondido a la población de los países más ricos. Sin embargo, no ha sido así. Según los últimos datos de la OCDE, organización que agrupa a 38 países ricos, la emisión per cápita de gases de efecto invernadero ha caído entre 2010 y 2017, en parte debido a la mayor eficiencia y en parte debido a las sucesivas crisis económicas. Sin embargo, el consumo per cápita de materiales sigue creciendo a pesar de la mayor eficiencia, y ello es un claro indicador de que las ansias consumistas no amainan. La excepción son los países más afectados por la crisis de 2008, España, Grecia, Irlanda, Italia y Portugal, cuyas ciudadanías redujeron el consumo.

Algo muy serio ocurre en el interior del ser humano cuando tras varias décadas de advertencias ni siquiera los países más ricos han entendido que la solución a la mayor amenaza a la que se ha enfrentado nuestra especie pasa por aceptar límites y por no asumir como bueno todo aquello que es técnica y económicamente viable. No quisimos aprender a administrar la abundancia y ahora todo indica que la abundancia empieza a ser cosa del pasado y que, ya que nosotros no admitimos límites, nos los va a poner la Tierra. Hemos creído que nuestra especie no está sometida a la ecuación de los recursos que constriñe al resto de seres vivos, pero la evidencia es que hace ya décadas que salimos de nuestro rango ecológico y que, en nuestro caso, la ecuación no cuadra

Semejante fracaso tiene mucho que ver con la arrogancia de una clase dirigente que se ha constituido en una secta que cree ciegamente en el advenimiento de una tecnología salvadora. Pero aunque la ciudadanía no está siendo correctamente informada de la gravedad de la situación, eso no nos exime de nuestra propia responsabilidad, lo cual ahonda en la necesidad de interrogarnos que es lo que está fallando en nuestra psique. Algunas de las explicaciones a esa falta de reacción son:

• Siempre se ha considerado un problema lejano en el tiempo y en el espacio. A esta percepción contribuye que aún no ha habido desabastecimiento ni un apocalipsis generalizado, por lo que vivimos como en el cuento de Pedro y el lobo. Aunque esta sensación puede estar empezando a cambiar a partir de la crisis energética iniciada en 2021.
• Se considera también un asunto cuyo abordaje está fuera de nuestro alcance. Se endosa toda la responsabilidad a gobiernos y grandes empresas. Se piensa que la gente común, a pesar de que somos esa importante parte de la economía de mercado que es la “demanda”, poco podemos hacer. Además, todo en torno a la emergencia ecológica es tan negativo que desconectar del problema es una forma de autoprotección.
• El conocimiento de la ciudadanía sobre el funcionamiento de los ecosistemas y de los procesos ecológicos que hacen de la Tierra un planeta habitable para nuestra especie es muy deficiente. Esta ignorancia facilita los comportamientos irresponsables tanto a nivel individual como colectivo.
• Cambiar de hábitos cuesta. Intuimos que todo está empeorando progresivamente, pero en lugar de actuar en la medida de nuestras posibilidades y exigir respuestas a los líderes que tanto criticamos, esperamos a que ellos encuentren una solución. Y si no la encuentran, conforme a nuestra lógica podremos criticarles con aún más razón por no “saber cuidar” de nosotros.
• Y, lo más importante, consumir nos gusta, nos produce subidón de dopamina; y demasiadas personas se exigen cada vez más para obtener más dinero y mejor posición social, aunque sea con infartos, ansiedad, depresión y otros males de por medio.

Superar la emergencia ecológica requiere una revolución interior para desplazar el foco desde la vida fácil a la vida plena, desde el tener hacia el ser y desde la competencia hacia la cooperación. Todo lo contrario que promueven la extrema competitividad y la gran conflictividad social e internacional actuales. Es urgente disminuir la presión sobre los recursos naturales, para lo cual precisamos una estrategia de decrecimiento programado. Pero dicha estrategia requiere una cohesión social que es imposible de conseguir si no entendemos el cambio de valores que debe acompañarla a nivel personal y social.

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