En los últimos meses asistimos a una polémica en torno al calificativo que las distintas fuerzas políticas asignan a la actual situación económica: lo que para unos es crisis, para otros es simplemente desaceleración. Busco en Internet la etimología de la palabra “crisis”, y encuentro que procede del griego “krisis”; esta palabra viene, a su vez, del verbo “krinein”, que significa “separar” o “decidir”. El término “crítica”, que significa análisis o estudio de algo para emitir un juicio, está relacionado con la palabra “crisis”, y nos sugiere que la crisis debería conducirnos a analizar y reflexionar. A partir de esto último yo deduzco que, aparentemente, no estamos en crisis, porque no encuentro, al menos desde las instancias de poder real, nada que, a mi juicio, merezca llamarse “reflexión”. Lo único que hay son valoraciones de política económica, pero nada más.
Sin embargo, el contexto actual requiere algo más. Estamos profundizando en un modelo que subordina las relaciones humanas a la esfera de lo económico y que, además, crea cada vez mayor desigualdad entre países y dentro de los países, los ricos incluidos. Por ejemplo, un reciente informe de la OCDE estima que, en diecisiete de los veinte Estados miembro estudiados (todos ellos naciones ricas), han aumentado las diferencias entre el veinte por ciento más rico y el veinte por ciento más pobre. El modelo social en el que muchos dirigentes quieren sustentar la globalización económica requiere una competencia descarnada, jornadas laborales de 60 horas y permitir las deslocalizaciones industriales para aprovechar ventajas comparativas derivadas del dumping social y ambiental. Es un modelo que entiende la inmigración como un recurso de mano de obra que hay que dosificar a la medida de las necesidades de los países receptores, en lugar de como una evidencia de que se necesita una mayor cooperación internacional para sacar de la pobreza a cientos de millones de personas; un modelo que se resiste a poner límites al uso de los recursos naturales, a pesar de los enormes riesgos asociados al actual abuso; un modelo liberalizador que no da al individuo una mínima seguridad desde la que construir con libertad su proyecto de vida. Es una embestida progresiva que obliga a estar a la defensiva y a capear el temporal. La penúltima andanada viene del gobernador del Banco de España, que propone liberalizar los alquileres para eliminar el periodo mínimo de cinco años, de manera que el arrendador pueda echar al inquilino cuando quiera. Es decir, al subir los precios de la vivienda se presenta el alquiler como alternativa pero, a renglón seguido, ya hay quienes, desde la ceguera severa que les producen sus astronómicos emolumentos, pretenden convertir a la población sin vivienda en propiedad en poco menos que nómadas que deben cambiar de alojamiento cada vez que al arrendador de turno se le antoje.
Se preguntará el lector qué tiene que ver todo esto con el medio ambiente. Intentaré explicarlo. Los problemas ambientales no son más que un síntoma de un mal más profundo, a saber, una auténtica CRISIS en la forma en que el ser humano se relaciona consigo mismo, con sus semejantes y con el planeta que le hospeda y da de comer. Esta crisis es consustancial con la humanidad. ¿Cuándo los seres humanos no han vivido en crisis? La nuestra es una historia de crisis. La diferencia del momento presente respecto a los anteriores es que somos muchos y hemos acumulado una enorme capacidad de alteración de los equilibrios que hacen posible la vida en La Tierra. La solución aparecerá sólo en la medida en que surjan cada vez más personas capaces de minimizar este triple conflicto. Personas que adquieran una comprensión integral de nuestro complejo mundo, dispuestas además a no hacer depender su felicidad de su capacidad de consumo y a darle más importancia al ser que al tener; personas con un espíritu crítico y constructivo, con empatía suficiente para comprender al otro, sin caer en la crítica fácil; personas decididas a competir menos y compartir más; personas emocionalmente maduras que asuman sus responsabilidades y no adjudiquen sus errores a otros, que sepan evitar el conflicto y resolverlo pacíficamente si éste finalmente surge. Necesariamente, han de ser personas que conciban su existencia y la de todo lo que nos rodea como un misterio que debe ser respetado; personas conscientes de que no son irrelevantes, porque su ser deja huella.
Bueno pues, en mi opinión, nuestra cada vez más competitiva sociedad sólo lleva al “sálvese quien pueda”, a que cada uno piense en sí mismo, en cómo arreglar sus problemas inmediatos, y poco más. Lo bueno es que ya hay suficientes herramientas, teóricas y prácticas, para facilitar la aparición de un nuevo tipo de Homo sapiens. Algunas de ellas se inventaron hace miles de años. Pero, por razones de espacio, este será tema para otro artículo, no para éste. En cualquier caso, hemos de ser optimistas, porque al igual que la evolución biológica, la evolución de la conciencia camina hacia la complejidad y la trascendencia. Las malas experiencias conducen a las crisis, que son el principal y más sólido acicate para cualquier cambio a mejor, tanto a nivel personal como social. Por eso, esta crisis, la de verdad, la que existe como escenario de fondo, cuya superación requiere la aparición de un nuevo tipo de ser humano, la crisis de la cual apenas hablamos porque aún no la reconocemos, tiene sentido.
Miguel Á. Ortega, junio de 2008